Señores cardenales, venerables hermanos en el Episcopado y en el
Presbiterado, distinguidas autoridades, queridos hermanos y hermanas:
Estamos reunidos en la basílica vaticana para celebrar las
primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, y para dar
gracias al Señor al final del año, cantando juntos el Te Deum. Os agradezco a
todos que hayáis querido uniros a mi en esta ocasión tan llena de sentimientos
y de significado. Saludo en primer lugar a los señores cardenales, a los
venerables hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, a los religiosos y
religiosas, las personas consagradas y los fieles laicos que representan a toda
la comunidad eclesial de Roma. Saludo de modo especial a las autoridades
presentes, comenzando por el alcalde de Roma, al que agradezco el cáliz que ha
donado, según una hermosa tradición que se renueva cada año. Deseo de corazón
que, con el esfuerzo de todos, la fisonomía de nuestra ciudad esté cada vez más
en consonancia con los valores de fe, cultura y civilización que corresponden a
su vocación e historia milenaria.
Otro año llega a su término, mientras que, con la inquietud, los
deseos y las esperanzas de siempre, aguardamos uno nuevo. Si pensamos en la
experiencia de la vida, nos deja asombrados lo breve y fugaz que es en el
fondo. Por eso, muchas veces nos asalta la pregunta: ¿Qué sentido damos a
nuestros días? Más concretamente, ¿qué sentido damos a los días de fatiga y
dolor? Esta es una pregunta que atraviesa la historia, más aún, el corazón de
cada generación y de cada ser humano. Pero hay una respuesta a este
interrogante: se encuentra escrita en el rostro de un Niño que hace dos mil
años nació en Belén y que hoy es el Viviente, resucitado para siempre de la
muerte. En el tejido de la humanidad, desgarrado por tantas injusticias,
maldades y violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad gozosa y
liberadora de Cristo Salvador, que en el misterio de su encarnación y
nacimiento nos permite contemplar la bondad y ternura de Dios. El Dios eterno
ha entrado en nuestra historia y está presente de modo único en la persona de
Jesús, su Hijo hecho hombre, nuestro Salvador, venido a la tierra para renovar
radicalmente la humanidad y liberarla del pecado y de la muerte, para elevar al
hombre a la dignidad de hijo de Dios. La Navidad no se refiere sólo al
cumplimiento histórico de esta verdad que nos concierne directamente, sino que
nos la regala nuevamente de modo misterioso y real.
Resulta sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar
nuevamente el anuncio gozoso que el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de
Galacia: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer,
nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que
recibiéramos la adopción filial» (Ga 4,4-5). Estas palabras tocan el corazón de
la historia de todos y la iluminan, más aún, la salvan, porque desde el día en
que nació el Señor la plenitud del tiempo ha llegado a nosotros. Así pues, no
hay lugar para la angustia frente al tiempo que pasa y no vuelve; ahora es el
momento de confiar infinitamente en Dios, de quien nos sabemos amados, por
quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta en espera de su retorno
definitivo. Desde que el Salvador descendió del cielo el hombre ya no es más
esclavo de un tiempo que avanza sin un porqué, o que está marcado por la
fatiga, la tristeza y el dolor. El hombre es hijo de un Dios que ha entrado en
el tiempo para rescatar el tiempo de la falta de sentido o de la negatividad, y
que ha rescatado a toda la humanidad, dándole como nueva perspectiva de vida el
amor, que es eterno.
La Iglesia vive y profesa esta verdad y quiere proclamarla en la
actualidad con renovado vigor espiritual. En esta celebración tenemos motivos
especiales para alabar a Dios por su misterio de salvación, que actúa en el
mundo mediante el ministerio eclesial. Tenemos muchos motivos de agradecimiento
al Señor por todo lo que nuestra comunidad eclesial, en el corazón de la
Iglesia universal, realiza al servicio del Evangelio en esta ciudad. En este
sentido, junto al cardenal vicario, Agostino Vallini, los obispos auxiliares,
los párrocos y todo el presbiterio diocesano, deseo agradecer al Señor, de modo
particular, el prometedor camino comunitario dirigido a adecuar la pastoral
ordinaria a las exigencias de nuestro tiempo, a través del proyecto
«Pertenencia eclesial y corresponsabilidad pastoral». Su objetivo es el de
poner la evangelización en primer lugar, para hacer más responsable y
fructífera la participación de los fieles en los sacramentos, de tal manera que
cada uno pueda hablar de Dios al hombre contemporáneo y anunciar el Evangelio
de manera incisiva a los que nunca lo han conocido o lo han olvidado.
La quaestio
fidei es también para la diócesis de Roma el desafío pastoral
prioritario. Los discípulos de Cristo están llamados a reavivar en sí mismos y
en los demás la nostalgia de Dios y la alegría de vivirlo y testimoniarlo,
partiendo de la pregunta siempre tan personal: ¿Por qué creo? Hay que dar el primado
a la verdad, acreditar la alianza entre fe y razón como las dos alas con las
que el espíritu humano se eleva a la contemplación de la Verdad (cf. Juan Pablo
II, Enc. Fides et Ratio,
Prólogo); hacer fecundo el diálogo entre cristianismo y cultura moderna; hacer
descubrir de nuevo la belleza y actualidad de la fe, no como acto en sí,
aislado, que atañe a algún momento de la vida, sino como orientación constante,
también de las opciones más simples, que lleva a la unidad profunda de la
persona haciéndola justa, laboriosa, benéfica, buena. Se trata de reavivar una
fe que instaure un nuevo humanismo capaz de generar cultura y compromiso
social.
En este marco de referencia, en la asamblea diocesana de junio
pasado, la diócesis de Roma inició un camino de profundización sobre la
iniciación cristiana y sobre la alegría de engendrar nuevos cristianos a la fe.
En efecto, el corazón de la misión de la Iglesia es anunciar la fe en el Verbo
que se ha hecho carne, y toda la comunidad eclesial debe descubrir con renovado
ardor misionero esta tarea imprescindible. Las jóvenes generaciones, que acusan
más la desorientación agravada además por la crisis actual, no solo económica
sino también de valores, tienen necesidad sobre todo de reconocer a Jesucristo
como «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (Conc. Vat. II,
Const. Gaudium et Spes,
10).
Los padres son los primeros educadores de la fe de sus hijos,
desde su más tierna edad; por tanto, es necesario sostener a las familias en su
misión educativa, a través de iniciativas adecuadas. Al mismo tiempo, es
deseable que el camino bautismal, primera etapa del itinerario formativo de la
iniciación cristiana, además de favorecer una consciente y digna preparación
para la celebración del sacramento, cuide de manera adecuada los años
inmediatamente sucesivos al Bautismo, con itinerarios apropiados que tengan en
cuenta las condiciones de vida de las familias. Animo pues a las comunidades
parroquiales y a las demás realidades eclesiales a seguir reflexionando para promover
una mejor comprensión y recepción de los sacramentos, a través de los cuales el
hombre se hace partícipe de la vida misma de Dios. Que la Iglesia de Roma pueda
contar siempre con fieles laicos dispuestos a ofrecer su propia aportación en
la edificación de comunidades vivas, que hagan posible el que la Palabra de
Dios irrumpa en el corazón de los que todavía no han conocido al Señor o se han
alejado de él. Al mismo tiempo, es oportuno crear ocasiones de encuentro con la
Ciudad, que permitan un diálogo provechoso con cuantos buscan la verdad.
Queridos amigos, desde el momento en que Dios envió a su Hijo
unigénito para que obtuviésemos la filiación adoptiva (cf. Ga 4,5),
no hay tarea más importante para nosotros que la de estar totalmente al
servicio del proyecto divino. A este respecto, deseo animar y agradecer a todos
los fieles de la diócesis de Roma, que sienten la responsabilidad de devolver
el alma a nuestra sociedad. Gracias a vosotras, familias romanas, células
primeras y fundamentales de la sociedad. Gracias a los miembros de las
múltiples comunidades, asociaciones y movimientos comprometidos en la animación
de la vida cristiana de nuestra ciudad.
Te Deum laudamus!. A ti,
oh Dios, te alabamos. La Iglesia nos sugiere terminar el año dirigiendo al
Señor nuestro agradecimiento por todos sus beneficios. Nuestra última hora, la
última hora del tiempo y de la historia, termina en Dios. Olvidar este final de
nuestra vida significaría caer en el vacío, vivir sin sentido. Por eso la
Iglesia pone en nuestros labios el antiguo himno Te Deum. Es un himno repleto de la
sabiduría de tantas generaciones cristianas, que sienten la necesidad de elevar
sus corazones, conscientes de que todos estamos en las manos misericordiosas
del Señor.
Te Deum laudamus!. Así
canta también la Iglesia que está en Roma, por las maravillas que Dios ha
realizado y realiza en ella. Con el alma llena de gratitud nos disponemos a
cruzar el umbral de 2012, recordando que el Señor vela sobre nosotros y nos
cuida. Esta tarde queremos confiarle a él el mundo entero. Ponemos en sus manos
las tragedias de nuestro mundo y le ofrecemos también las esperanzas de un
futuro mejor. Depositamos estos deseos en las manos de María, Madre de Dios, Salus Populi Romani.
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario